La mirada de Luís
Cuando Luis1
me comentó a principios de verano que andaba preparando una
exposición de fotografía, como aficionado al octavo arte, pude
haberme calzado las gafas de leer pixels y enfrascarme en análisis
técnico de las imágenes que ya iba desgranando.
Que si encuadrar
aquí o allá, que si los tercios, que si la proporción áurea,
enfoques, contrastes, nitidez, rango dinámico o qué se yo. Por
fortuna, frené a tiempo y evité meterme en el charco. Me asomé a
la orilla y entonces me di cuenta de que aquello era más profundo de
lo que parecía y seguro que por ese camino hubiese naufragado.
Gracias a otros amigos que saben
mucho más de todo esto que yo, que tanto me han enseñado sobre el
manejo de la luz para moldear bellas estampas, mi mirada está algo
viciada a mirar con lupa y ha perdido la relajación que produce la
mera contemplación sin juicio. Recapacité y me percaté de que
estos procedimientos de manual no son ni más ni menos que
herramientas, utilísimas herramientas.
Sin embargo, lo importante es
lo que se hace con ellas. Detrás de estas, existe una inquietud, un
propósito del alma que necesita manifestarse. Al fin y al cabo, esto
es el fundamento primordial, el germen primigenio del que nace una
obra.
Recordé, no sin cierta
nostalgia, una película interminable e hipnotizante de Theo
Angelopoulos, La mirada de Ulises.
En ella, el protagonista
buscaba unas cintas filmadas por pioneros de la cinematografía con
el afán de conectar con esa mirada original, primaria de quienes no
disponían de más sofisticación que el propio artefacto que
permitía registrar, y así perpetuar, recuerdos que antes se
hubieran volatilizado.
Y ello, en fin, es lo que me
cautivó de la visión de Luis a través de sus instantáneas, la
pureza de la mirada de quien se sirve de la mínima industria con tal
de plasmar ese instante mágico que atraviesa el espíritu del sujeto
creativo como un relámpago, ese momento en que uno siente estar en
comunicación trascendental entre dos mundos, el palpable, formado
por partículas subatómicas, y el de lo sublime, desde el cual toda
materia no es más que la sombra de la luz.
Ese trance por el que
artista es artista, porque obedece casi como un autómata a los
dictados de una fuerza invisible y se sirve del aparejo que más a
mano dispone para tratar de trasmitir su asombro y su conmoción.
Cada imagen de la exposición que pudimos disfrutar hace unas semanas
recoge y proyecta ese momento en que una chispa salta para comunicar
lo corruptible con lo eterno.
1.Luis Navarro Sala, Mirando lo diminuto y lo inmenso, Sala d’exposicions Vicente Poveda.