Ante la emblemática sierra del Cid
Cuando abrí la ventana se coló de golpe una mañana fresca y
radiante que para mí fue una provocadora invitación a la que no
pude resistir. No lo dude un instante, me puse el chándal, las
cómodas zapatillas, guantes de lana y un viejo chaquetón amigo de
muchos años que soy incapaz de desechar. Antes de salir de casa,
degusté un carajillo, como fiel compañero de andanzas para sentir
en la cara el vientecillo recién llegado de la sierra del Cid.
Aspiré suavemente el frescor matinal y di un largo paseo por el
camino de la huerta de Ferrussa, observando bajo la arboleda a los
gorriones como disfrutaban de un día soleado, aleteando sus alas
para recoger las migas de pan que les iba esparcido en su proximidad.
Cerca de allí había una pareja de perros jugueteando,
amenazándose entre gruñidos, correteaban ladrando alegremente,
mientras sus dueños les observaban embelesados con una acentuada
sonrisa.
Continué mi camino, acelerando el paso hasta llegar a la
Chabola del Forestal, de repente me crucé con una jovencita que
corría ritmicamente dándole el sol a la sonrisa con unos buenos
días. Una mañana azul que conseguía sentirme ágil, dinámico,
donde mi cuerpo respondía en estímulo ejercitado de aire sano y
puro con un sol que me parecía una caricia.
Qué fácil es sentirse comunicativo con los demás cuando las
sensaciones percibidas son las mismas ya que ambos estábamos
disfrutando de la sencillez de un paseo matutino, con componentes
que nos ofrece la natura con un aire limpio y un calor que nos
regalaba los rayos del sol y con un trinar alegre de los pájaros,
donde predominaba la belleza del paisaje invernal vestido de los
colores ocres y amarillos en las hojas que tapizan el suelo.
La emblemática sierra de El Cid tan próxima a nosotros, estaba
al alcance de nuestra vista, rematando el paisaje y las cumbres
cubiertas de nubes agrisadas que al atardecer se vuelven doradas o
enrojecidas. Observé que no hay un minuto, igual a otro en esta
transformación constante de los colores.
Camino de vuelta a casa, desabroché el chaquetón y prescindí de
los guantes y sin apenas darme cuenta empecé a sonreir sabiendo el
motivo. Disfruté de un tiempo que ha servido para mantener el cuerpo
flexible y he sido partícipe con la naturaleza de gozar libremente
de su belleza, compartiendo instantes de regocijo con los pájaros,
la alegría de los perros, de ensanchar la vista en la lejanía o de
observar la proximidad de las pequeñas cosas y de compartir
gratuitamente lo que realmente tiene verdadero valor en la vida.