CRÓNICAS DEL LLUNA
A las dos fueron las tres. Bajo el
campanario de la iglesia, el relojero dijo a su aprendiz que en
realidad la hora no se adelantaba sino que se recuperaba. ¿Y cómo
lo has hecho? -preguntó el chico. Créanme si les digo que la
pregunta la hizo en serio. Al joven, igual que a mí, le había
tocado vivir en uno de esos lugares hoy casi despoblados en los que
campa a sus anchas el viento donde antaño los viejos se quejaban, la
policía acudía y los chavales corríamos.
Una villa como tantas
otras condenada a la voracidad de un tiempo que ha terminado por
llevarse no sólo a los muertos, sino también a los hambrientos y a
los inteligentes. Viajes de ida que ya no retumban en los adentros de
nadie y menos en los de un servidor acostumbrado a la idea de haber
pertenecido a la última generación que se crió en ciertas calles.
Por aquel entonces, la primavera en el barrio se abría paso a
empujones como un actor que llega tarde al escenario. Se notaba en la
gente, que se amaba con la pasión desproporcionada con la que deben
amarse dos miradas cruzadas en un desierto.
Recuerdo muchas caras de
aquel trasiego juvenil que terminó por desaparecer pero no la de
aquel chico, el aprendiz del relojero. Una noche entró al Lluna,
pidió pacharán y compartió sus planes de huida. Le sobraba talento
pero nadie le creyó. Sin embargo, nunca más le volvimos a ver. Un
día partió hacia algún país del norte donde nos dijo que quería
ganarse la gloria incierta de vivir lejos de su tierra. Imagino que
lo conseguiría. Los que nos seguimos reuniendo en el Lluna
recordábamos aquel chaval cada vez que se cambiaba la hora o alguien
pedía un pacharán. Situaciones que se dieron con la misma
frecuencia: prácticamente ninguna… y es que no eran esas las
especialidades del local.