El máster del martes
¡BARATO, BARATO! ¡A tres mil euritos de nada. Con todas las
facilidades. Venga, venga, daros prisa, que me los quitan de las
manos! La inmoralidad se ha instalado de nuevo en una de las
instituciones sacrosantas de nuestro solar patrio.
Nada menos que en
una de las grandes universidades públicas (si es que no acontece en
otras también). Esto ocurre allí donde se debe alimentar la reserva
intelectual, moral e igualitaria de todos los españoles; entre
quienes se encuentran aquellos que tienen la oportunidad y la dicha
de progresar como personas cultivadas y como entes modélicos ante
los ojos de las conciencias familiares, y ante la educación, la
cultura, el mundo del trabajo y el de la Administración del Estado
en cualquiera de sus inabarcables niveles.
Y he dicho
intencionadamente “de nuevo” porque no es la primera vez que en
el “encerradísimo ámbito” del profesorado universitario con
sede departamental, se fraguan los grandes fraudes de la enseñanza
en este nuestro país, que se sigue llamando España, mal que le pese
a algunos idiotizados de última generación. Baste para ello
comprobar los salarios pírricos que perciben quienes son contratados
por horas. Baste también para ello, comprobar cómo son
seleccionados los docentes compañeros de promoción y de copas.
Baste por último cotejar, el asalto de oportunistas que se
encaramaron al inicio de la Democracia, en algunas universidades
cercanas y lejanas, en donde ni tan siquiera se evaluaban, hasta hace
bien pocos años, la valía del contratado y su trayectoria
comprometida con la investigación y la publicación de estudios de
su competencia.
Tengo la experiencia suficiente, en alguna de sus
facetas obtenida hace pocos años, que me reafirman en la
insuficiente solvencia docente de un buen número de profesores, que
deambulan año tras año y aula tras aula, en un mismo departamento,
al socaire y amparo del titular, por el único mérito reconocido de
no generar problemas y de compartir esfuerzos –casi siempre mal
remunerados- para la explotación de intereses que son ajenos a la
pureza universitaria.
“¡No te preocupes, tío (o tía), tú
preséntame un trabajo y ya te echaré una mano. Ya sabes que a mí
se me escucha en estos lares!”. (No quiero entrar en otras
consideraciones más mundanas, más íntimas, más güatequeras). Lo
cierto es que la desazón, -por si no hubiera suficiente con la
crisis (sí ésta, la de las “pelas”, la del trabajo, la de la
carestía de la vida, la de la marginación social, la de la
ineptitud de demasiados políticos; esta que ha quebrado las
relaciones laborales con sueldos de miseria)- está calando en el
espíritu de rectitud del tejido social.
Nadie se fía de nada, y el
modelo a seguir parece ser el del “trinque bien visto”, a veces
legal (político analfabeto que ocupa un cargo sin pegarle un palo al
agua), y a veces ilegal (comisionista inmoral de nuevo cuño, que
recibe “regalitos” a cambio de “favores” no contabilizables):
¡Vente una semana a Bilbao, que te vamos a enseñar las nuevas
farolas que acabamos de diseñar! ¡No te preocupes de nada, todo
corre de nuestra cuenta! ¡En tu pueblo, mayoría absoluta. Te lo
garantizo! ¡Te hacemos la campaña de marketing: Somos expertos! ¡El
año pasado en…..!
Ahora la Universidad nos hace una comedida
semblanza de una parte de sus miserias. ¿Qué quiere que piense un
trabajador, padre de familia, al que los Másteres de sus hijos le
han costado los ahorros de buena parte de su vida? ¿Qué quiere que
se piense cuando los Departamentos “se lo montan” con la excusa
de que hay que profundizar en cualquier cuestión peregrina de su
competencia? Citemos un ejemplo virtual: “Estoy organizando un
simposio sobre la influencia de la cultura etrusca en el devenir de
los orígenes del Valenciá, vía el Latín que hablaban en el Sacro
Imperio Romano-Germánico los monjes benedictinos de la Provenza
Oriental”.
“Pero eso sí, estás invitado si preparas una
ponencia y el año que viene organizas tú otro, que continúe el de
este año. Ya te diré cómo nos repartimos las subvenciones.
Saludos”. En fin, si esto es un desahogo, que se me rectifique;
porque (ellos y ellas) embozados entre los pasadizos secretos de la
conspiración cultural e intelectual, se entretienen en los
inaccesibles palacios de los Ágoras, Paraninfos y Espacios
Reservados de los Campus, haciendo gala de una desfachatez inusitada
que carga sobre las familias el oropel de sus narcisismos.
No
generalizo, porque no quiero ser injusto. Pero, lo que digo, lo he
soportado: también lo he combatido. Tan solo deseo que, cuando mi
nieto acuda al mundo universitario –si vivo para entonces-, no
tenga que volver a escribir un artículo como éste, que invocando a
Fray Luís de León tendría que iniciarlo con la renombrada y
celebérrima: “Como decíamos ayer,…”