El abuelo Victoriano
Lo conocí de pronto, sin referencias previas. Allá por el
sesenta y nueve en una mañana sabatina de la avanzada primavera. Por
entonces, iniciaba la relación con mi mujer y, allí estaba él, en
la parte trasera del horno, en la entrada de un minúsculo leñero
ubicado en un luminoso patio rectangular que se adornaba de limones,
flores y nísperos; adosado a un pasaje que antaño, como ahora, era
recorrido a diario por una intermitente cadencia de decenas de pasos
acelerados, casi todos de mujeres, que lo transitaban en ambos
sentidos en busca del pan recién horneado.
El deambular continuado
de esas pisadas le hacían una efímera compañía, para él casi
inexistente, mientras se afanaba abstraído en su entretenimiento de
“inventor”, sentado en una pequeña silla de anea, siempre en su
“templo”, aprovechando el apreciable cobijo de ese templado
bienestar que le aportaba el calor del soleado mediodía. Mi suegra
Herminia, me lo presentó a su manera, con esa costumbre de antaño
en la que una presencia ajena, inesperada y extraña se acerca para
rendir el consabido saludo de cortesía.
Allí, en aquel lugar,
mientras trasteaba la madera con sus ajadas y amortizadas
herramientas, rodeado de pequeñas piezas: tuercas y tornillos,
muelles y bisagras, serrucho y alicates, punzón y destornilladores,
arandelas y clavos que él mismo enderezaba cada vez que se doblaban,
pequeñas maderas y cordelería, que constituían su complaciente
mundo en donde fabricaba mecanismos tan sencillos y rudimentarios
como la misma vida que le había tocado vivir; allí, como digo, tuve
la ocasión de conocerle.
Allí lo encontré, solitario, pasando sus
días, llevando una vida nada diferente a la de tanta y tanta gente
anónima, cuyos referentes y recuerdos se han ido diluyendo con el
transcurrir desagradecido del tiempo. De su paso por este mundo,
quedaron cuatro hijos: Ramón “Victoriano”, Herminia, Carmen y
Visitación. Junto a su mujer, se instalaron en la calle Numancia.
Por la mañana, cultivaba la huerta desde hora muy temprana, algo
habitual en muchos vecinos de Petrer.
Con la entrada de la tarde,
hacía zapatos con reconocida maestría artesanal. Hablo de aquellos
apreciados zapatos montados a mano, claveteados en puntas, enfranques
y talones, ya que no existían por entonces máquinas preparadas para
sustituir esta labor ni adhesivos apropiados que aguantaran las
fijaciones sin despegarse. Todo ello, hasta bien entrada la noche,
semanas tras semanas, desde el lunes hasta el domingo a mediodía en
que las gentes paraban y salían a pasear, a visitar vecinos y
familiares.
No había nada más, austeridad, pequeño ahorro y ver
crecer a los hijos. La soledad que le produjo la temprana muerte de
su mujer Herminia, le llevó a vivir con su hija y con Pere en la
misma casa del horno en la calle Calvo Sotelo (actual País Valenciá)
donde era cuidado con atenta dedicación por mi suegra. Allí lo
conocí, en el patio trasero del horno, manipulando herramientas y
utillaje con aquellas envejecidas manos deformadas por tanto trabajo
que la vida le había exigido, con dedos fuertes como garras,
sujetando aquellos pequeños mecanismos, ensamblando piezas y
formando curiosos artilugios que inventaba para pasar el tiempo.
No
sabía de números y letras como hoy lo entendemos, pero el sentido
práctico de “agarrarse a la vida y sacarle provecho a la misma”
le hacían tener una sobria cultura rudimentaria que asombraba por su
desnudez y su sensible cercanía. Herminia se había hecho cargo de
él, como tantas y tantas sacrificadas mujeres de aquella época, en
la que una de las hijas mantenía la continuada atención a los
padres hasta que llegaba la hora del final. Victoriano, en su diario
caminar, no interfería, no exigía, no se quejaba de nada.
Vivía y
dejaba vivir, apaciblemente, con esa concepción austera de los
hombres duros de antaño, incapaces de trasladarle a nadie el pesar
de su decadencia vital. Victoriano Pérez Mira vivió 94 años. El 21
de mayo de 1976, su corazón dijo hasta aquí. En esporádicas
ocasiones escribía versos, que el transcurrir del tiempo ha borrado.
Como aquella rima que le dedicó a su bisnieta Verónica al nacer:
“En mayo ha nacido la primorosa
y será entre todas la más
hermosa”.
En casa, guardamos de él algunas fotos junto a una
Cartilla con cupones de la Cooperativa de Casas Baratas de Pablo
Iglesias; y en la memoria, uno de aquellos sutiles poemas que solía
escribir a lápiz en la encalada pared del patio del horno y que, en
su liviana sencillez, encierra toda una filosofía personal ante su
inexorable despedida:
“Los alambres tengo puestos,
son mis últimas
manías
y los dejo por recuerdo.
Ochenta años de vida
y me
entretengo con esto”.