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jueves, 25, abril, 2024
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El abuelo Victoriano

El abuelo Victoriano

Lo conocí de pronto, sin referencias previas. Allá por el sesenta y nueve en una mañana sabatina de la avanzada primavera. Por entonces, iniciaba la relación con mi mujer y, allí estaba él, en la parte trasera del horno, en la entrada de un minúsculo leñero ubicado en un luminoso patio rectangular que se adornaba de limones, flores y nísperos; adosado a un pasaje que antaño, como ahora, era recorrido a diario por una intermitente cadencia de decenas de pasos acelerados, casi todos de mujeres, que lo transitaban en ambos sentidos en busca del pan recién horneado.

El deambular continuado de esas pisadas le hacían una efímera compañía, para él casi inexistente, mientras se afanaba abstraído en su entretenimiento de “inventor”, sentado en una pequeña silla de anea, siempre en su “templo”, aprovechando el apreciable cobijo de ese templado bienestar que le aportaba el calor del soleado mediodía. Mi suegra Herminia, me lo presentó a su manera, con esa costumbre de antaño en la que una presencia ajena, inesperada y extraña se acerca para rendir el consabido saludo de cortesía.

Allí, en aquel lugar, mientras trasteaba la madera con sus ajadas y amortizadas herramientas, rodeado de pequeñas piezas: tuercas y tornillos, muelles y bisagras, serrucho y alicates, punzón y destornilladores, arandelas y clavos que él mismo enderezaba cada vez que se doblaban, pequeñas maderas y cordelería, que constituían su complaciente mundo en donde fabricaba mecanismos tan sencillos y rudimentarios como la misma vida que le había tocado vivir; allí, como digo, tuve la ocasión de conocerle.

Allí lo encontré, solitario, pasando sus días, llevando una vida nada diferente a la de tanta y tanta gente anónima, cuyos referentes y recuerdos se han ido diluyendo con el transcurrir desagradecido del tiempo. De su paso por este mundo, quedaron cuatro hijos: Ramón “Victoriano”, Herminia, Carmen y Visitación. Junto a su mujer, se instalaron en la calle Numancia. Por la mañana, cultivaba la huerta desde hora muy temprana, algo habitual en muchos vecinos de Petrer.

Con la entrada de la tarde, hacía zapatos con reconocida maestría artesanal. Hablo de aquellos apreciados zapatos montados a mano, claveteados en puntas, enfranques y talones, ya que no existían por entonces máquinas preparadas para sustituir esta labor ni adhesivos apropiados que aguantaran las fijaciones sin despegarse. Todo ello, hasta bien entrada la noche, semanas tras semanas, desde el lunes hasta el domingo a mediodía en que las gentes paraban y salían a pasear, a visitar vecinos y familiares.

No había nada más, austeridad, pequeño ahorro y ver crecer a los hijos. La soledad que le produjo la temprana muerte de su mujer Herminia, le llevó a vivir con su hija y con Pere en la misma casa del horno en la calle Calvo Sotelo (actual País Valenciá) donde era cuidado con atenta dedicación por mi suegra. Allí lo conocí, en el patio trasero del horno, manipulando herramientas y utillaje con aquellas envejecidas manos deformadas por tanto trabajo que la vida le había exigido, con dedos fuertes como garras, sujetando aquellos pequeños mecanismos, ensamblando piezas y formando curiosos artilugios que inventaba para pasar el tiempo.

No sabía de números y letras como hoy lo entendemos, pero el sentido práctico de “agarrarse a la vida y sacarle provecho a la misma” le hacían tener una sobria cultura rudimentaria que asombraba por su desnudez y su sensible cercanía. Herminia se había hecho cargo de él, como tantas y tantas sacrificadas mujeres de aquella época, en la que una de las hijas mantenía la continuada atención a los padres hasta que llegaba la hora del final. Victoriano, en su diario caminar, no interfería, no exigía, no se quejaba de nada.

 Vivía y dejaba vivir, apaciblemente, con esa concepción austera de los hombres duros de antaño, incapaces de trasladarle a nadie el pesar de su decadencia vital. Victoriano Pérez Mira vivió 94 años. El 21 de mayo de 1976, su corazón dijo hasta aquí. En esporádicas ocasiones escribía versos, que el transcurrir del tiempo ha borrado.

Como aquella rima que le dedicó a su bisnieta Verónica al nacer:
“En mayo ha nacido la primorosa
y será entre todas la más hermosa”.
En casa, guardamos de él algunas fotos junto a una Cartilla con cupones de la Cooperativa de Casas Baratas de Pablo Iglesias; y en la memoria, uno de aquellos sutiles poemas que solía escribir a lápiz en la encalada pared del patio del horno y que, en su liviana sencillez, encierra toda una filosofía personal ante su inexorable despedida:
“Los alambres tengo puestos,
 son mis últimas manías
 y los dejo por recuerdo.
Ochenta años de vida
 y me entretengo con esto”.

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