«Noche cerrada. El fango de la trinchera traza surcos de barro en mi rostro. El viento y la lluvia se cuelan entre resquicios de angustia y desesperación. En mis manos, tiembla el fusil al cual me agarro como si mi vida dependiera de ello —y de ello depende—, al igual que mis dientes, que castañean de frío, de miedo, de desesperanza. Estoy solo, aunque esté rodeado de cuerpos, pero estos son como ramas inertes de cualquier árbol quejumbroso, herido de muerte. Un rayo rasga el cielo, y el trueno que le sigue no es si no un obús que ha caído muy cerca. Quiero huir. Otra explosión cercana, el olor a pólvora, los gritos de los vencidos, la sangre, el duelo por los muertos, la incertidumbre, el terror… Quiero huir. Clavo mis uñas en el fango, buscando en la tierra una salida…»
—¿Qué haces levantado, papá? Anda, vuelve a la cama, solo es una tormenta. La guerra hace tiempo que terminó.
«No en mi memoria.»
Verónica Martínez Amat
