VICTORIA E. GARCÍA
Aquí estamos los dos. Como cada día. Mirándonos con fijeza. Aunque me esconda tras mi libro, sé que el hombrecillo imperturbable, con esa extraña boina y la barba de chivo, me sigue mirando. Levanto la vista y me encuentro con su sonrisa, cómo diría… ¿sardónica? Sí, creo que ese es el término adecuado. Ambos en silencio, sin decir nada, casi sin parpadear. Puedo levantar la cabeza y mirar hacia otro lado. Pero al frente siempre está él. Día tras día, a cualquier hora.
—Tengo que convencer a mi mujer de que hay que cambiar los azulejos. — Decido mientras me levanto del inodoro. —Estoy cansado de ser el único que ve entre los dibujos de la cenefa a tan molesto espectador.